
Acababan de dar las doce. A veces, cuando la noche estaba clara y la luna se contoneaba en el cielo, podía ver desde allí el campanario.
Le gustaba asomarse a la ventana y ver como anunciaban el final del día y el comienzo de otro, mientras se fumaba el último cigarrillo.
Pero esa noche no estaba clara, y tampoco estaba de humor para entretenerse en contar las campanadas.
Ese día le habían dado los resultados de las pruebas que le habían hecho recientemente.
Todavía estaba intentando digerir la noticia.
Siempre había pensado que esas cosas les ocurren a otros, pero no a ella, no ahora, no en este momento en que la vida parecía sonreirle.
Se quedó pensando durante unos minutos, que a lo mejor la vida no le sonreía, a lo mejor tan solo estaba haciéndole muecas y mostrándole todo lo que estaba a punto de perder.
Aparentemente estaba en su mejor momento. A punto de cumplir los cincuenta, estaba segura de que tenía la edad perfecta.
Tenía una visión clara de lo que quería para su vida, pero sobre todo, era consciente de lo que no quería.
Había dejado atrás un matrimonio, que durante algún tiempo al menos, fue dichoso, pero que los años convirtieron en una costumbre a la que ella no quería acostumbrarse.
Le costó varios años dar el paso de abandonar a su marido. No tenía argumentos tangibles para dejarlo.
Siempre lo quiso, desde que se conocieron, lo amó profundamente, pero siempre supo que él, simplemente se dejaba querer.
Al principio intentó que eso cambiara. Le dolía que él olvidara las fechas importantes, pero siempre pensó que con su amor conseguiría que fuese más atento.
Se equivocó. Pero para cuando se quiso dar cuenta, la que había cambiado era ella.
Fue dejando de ser cariñosa, comenzó a olvidar los aniversarios, los cumpleaños, el afecto y hasta decidió olvidarse de si misma; de lo que quería o necesitaba.
Si conseguía distanciarse lo suficiente, su vida sería más sencilla.
Si conseguía distanciarse lo suficiente...
Fue tanta la distancia que se instaló entre ellos, que hubo un momento, que ya no tuvieron nada que decirse.
Hacía mucho tiempo que ambos se habían dado cuenta, pero estaban confortablemente sumergidos en la rutina.
Una mañana se levantó, pensando que había llegado la hora de tomar decisiones.
Se despidieron como dos desconocidos. Sin peleas ni gritos. Simplemente, se dijeron adiós.
Encendió otro cigarrillo e inhaló el humo hasta llenar sus pulmones. ¡Qué mas da! -pensó-
después de todo, no será el tabaco lo que me mate.
Recordaba su matrimonio, como un paréntesis en su vida, un largo paréntesis de casi treinta años.
Ahora se preguntaba como había desperdiciado el tiempo de aquella manera.
Pero ya era tarde, demasiado tarde.
Nunca había temido a la muerte, incluso en alguna ocasión, secretamente, la había deseado.
Dormirse y no volver a despertar...
Pero ahora estaba aquí, llamando a su puerta, y sin embargo, no era miedo lo que sentía.
Era rabia. Una rabia tremenda contra ella misma y contra el mundo.
Le dolía que llegara justo en ese momento. Justo ahora, cuando había comenzado a encontrarse, a conocerse, cuando se había vuelto a enamorar y era correspondida.
No era un amor loco, como el de la juventud, pero era un amor profundo y sereno que hacía que sintiera que valía la pena vivir.
No era justo. No, no lo era. La vida no es justa y la muerte, tampoco.
INMA DIEZ