
Abrió el paraguas al salir del edificio. Agradeció su precaución de dejar uno en el despacho para posibles eventualidades.
Era tarde y llovía generosamente. Pensó en llamar a Claudia, pero probablemente ya estaría dormida.
La reunión se había alargado más de lo previsto. Decidió que lo mejor que podía hacer era dirigirse a su casa, darse una ducha, que arrastrase parte del cansancio acumulado en aquella larga jornada, preparar algo de cena e irse a la cama.
Estaba agotado, las preocupaciones del día empezaban a pasarle factura.
A sus cuarenta y cinco años, era un hombre apuesto y lo sabía. Tenía un porte y una elegancia innatos, una holgada posición económica y a alguien con quien compartir sus sueños.
Se dio cuenta de que iba por la calle sonriendo tontamente. Lo cierto es que se sentía moderadamente feliz.
Sintió como de pronto alguien apretaba su hombro izquierdo.
-Vamos, muévete- oyó que le decían.
Conteniendo la respiración, quiso averiguar a quien pertenecía la mano que seguía aferrada a su hombro.
-Te lo digo cada día, no puedes estar a estas horas al lado de la puerta-
Cuando acertó a abrir los ojos y tropezarse con la más cruda realidad, alcanzó a ver el balcón de la vivienda de Claudia.
Desde que ocurriera la tragedia, deambulaba por las calles sin ningún sentido, pero cada noche, sus pasos le guiaban de nuevo hasta el portal que estaba frente al edificio donde nacían y morían todos sus recuerdos.
-Vamos, muévete- le repitió aquella voz nuevamente.
Por fin, alcanzó a despejarse un poco y se dispuso a recoger sus pertenencias.
No tardó demasiado en hacerlo; El tiempo que se tarda en doblar una manta raída y cochambrosa.
Llevaba todas sus posesiones consigo.
En silencio, avanzó por la avenida, sin saber muy bien hacia donde encaminarse, hacia donde llevar aquél dolor que le laceraba desde hacía algún tiempo.
Se palpó el bolsillo de la chaqueta y escuchó el leve tintineo de unas monedas.
Se alegró al comprobar que había lo suficiente, para comprar otra noche de olvido.

